El cierre de las oficinas de Al Jazeera en Jerusalén, después de que Israel haya tildado a la cadena de constituir una “amenaza para la seguridad nacional”, culmina una larga historia de disputas, no exentas de sangrientos capítulos de confrontación, entre la televisión catarí y el Gobierno del primer ministro, Benjamín Netanyahu.
Israel siempre ha desconfiado de Al Jazeera. Sus líderes, independientemente de su adscripción ideológica o política, han visto en ella una “engrasada máquina de incitación” al terrorismo y una portavoz del movimiento islamista Hamás. La televisión catarí tampoco ha inspirado confianza a los poderes tradicionales y tradicionalistas de otros países. Sin embargo, no se entiende, especialmente desde una perspectiva occidental, que Israel, un Estado ampliamente definido como la única democracia de una región cuyos regímenes son autocráticos y alérgicos a la libertad de prensa, atente de esta forma contra el derecho a la información, un fundamento básico para cualquier democracia digna de este nombre. El recurso a la decisión drástica y retrógrada de cerrar la sede de Al Jazeera oculta un inusitado propósito de silenciar la realidad sobre la guerra en Gaza y forma parte de una extensa serie de ataques sistemáticos para acallar la incómoda voz de la emisora catarí.
El Estado israelí se suma así a un selecto club de países con gobiernos autoritarios que han vetado a este medio. Ya antes, las corresponsalías de la cadena habían sido allanadas en contextos y circunstancias semejantes a las actuales en Rabat, Túnez, El Cairo, Bagdad, Abu Dabi, Riad, Nueva Delhi y un largo etcétera de capitales. En realidad, la relación de Al Jazeera con Israel no difiere mucho de su historia con otros regímenes dictatoriales del mundo árabe.
Fundada en 1996, esta cadena es una de las pocas que han permanecido en Gaza después del 7 de octubre. Sus corresponsales, desplegados en toda la geografía de la Franja, han sido los testigos privilegiados y casi únicos de una guerra sin precedentes, y han informado en todo momento de las atrocidades cometidas por el ejército israelí. Desde el inicio de la guerra, Israel ha atentado de manera deliberada y repetida contra la vida de varios de estos corresponsales y de sus familiares. El caso más icónico es el de Wael Dahdouh, jefe de la corresponsalía de Al Jazeera en Gaza, cuya esposa, varios de sus hijos —uno de ellos el también periodista del canal Hamza Dahdouh— y un nieto han sido asesinados en ataques israelíes.
La clausura de las oficinas de la emisora por parte de Israel no es sino otro desesperado intento de intimidación a la cadena, con el objetivo de ocultar las inmorales acciones bélicas del ejército israelí en la franja de Gaza, cuya intención genocida es “conspicua, y ostentosa”, en expresión de Francesca Albanese, relatora especial de Naciones Unidas para los Territorios Palestinos Ocupados. La cadena catarí presentaba versiones de los hechos que contradecían con frecuencia el relato oficial del Gobierno de Israel. Esta perspectiva contrasta profundamente con la información censurada de los medios oficiales de ese país.
El periodista de Al Jazeera en Ramala (Cisjordania) Zein Basravi dijo un día —con razón— que la guerra entre Israel y Palestina es “una de las principales razones por las que nuestro canal existe”. Este conflicto es para la emisora un capital simbólico y moral, casi una razón de ser. Por ello, Al Jazeera no se plantea bajo ningún concepto un cambio en su línea editorial sobre la situación en Oriente Próximo. Es improbable que el cierre de sus locales por parte de Israel afecte a su labor. Por el contrario, con actos de esta índole, los detractores de la emisora contribuyen a su popularidad y confirman su credibilidad entre las masas que siguen viendo en ella una verdadera tribuna para las voces oprimidas en el mundo árabe.
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