Recuerdo meridianamente bien un artículo que Enrique Vila-Matas escribió en estas mismas páginas allá por el año 2008, puede que incluso en los primeros meses de 2009, no estoy del todo seguro. En realidad, no recuerdo ni cómo se titulaba, siendo esto un demérito mío más que del autor de Bartleby y compañía: espero que nadie ose poner esto en duda.
El caso es creo recordar bien el artículo, les decía, porque Vila-Matas alumbraba con palabras aquel misterio de un Camp Nou que apenas alcanzaba los tres cuartos de entrada cuando el Barça primerizo de Guardiola ya volaba goleando rivales, uno tras otro, sin importar los colores del compareciente, sus credenciales, el palmarés de su entrenador, el parte meteorológico o los apellidos del colegiado asignado para impartir algo parecido a la justicia. Entonces llegaba un leve tropezón. Uno solo tras una racha de veintitrés partidos sin conocer la derrota, como aquel 2-1 frente el eterno rival de la ciudad, el Espanyol. Y al siguiente día no cabía un alma en el Camp Nou, la mayoría esperando asistir a la hecatombe final: así descubrí que una parte importante del socio y aficionado culé ha nacido para ver cómo arde Roma, no para disfrutar del florecimiento de la Atlántida.
El Barça, como otros muchos grandes clubes, mutó en religión cuando el fútbol abandonó los monóculos y asentó las posaderas sobre tablones de madera. Sin embargo, la religión azulgrana se distingue de las demás por la cantidad de pecados —casi todos mortales— que uno puede cometer sin apenas darse cuenta: llamar Nou Camp al Camp Nou, no conocer el mito de Berna, ni la oda a Platko, ni a Don Domingo Balmanya, leer EL PAÍS, reclamar un plan B para la delantera… El peor de todos, sin embargo, tiene que ver con algo tan humano como ilusionarse antes de tiempo.
No importa el grado de satisfacción que un equipo en construcción pueda provocar a los devotos del Santo Reproche: aquí no se alza la voz hasta que el capitán avance por la escalerilla y el cacique de turno entregue el trofeo que nos acredite, a todos, como campeones de algo. Incluso ahí, con las primeras celebraciones y la euforia a punto de desbordarse, el buen culé se guarda un poco de desconfianza en el bolsillo a la espera de lo que tenga que decir, qué sé yo… El Tribunal Constitucional. Y en eso andamos estos días quienes creemos conocer al Barça de cerca, aunque nos encontremos muy lejos: en advertir al culé más inexperto sobre la importancia de las tradiciones. Aquí no se lanzan campanas al vuelo. Ni arroz a los novios. Ni novios a las palomas.
También me parece importante puntualizar, y llegados a este punto que, efectivamente, algunos forasteros conocemos el club de su ciudad mejor que usted, amigo que se casó con una rentista del barrio de Les Corts y tiene un nieto que juega en los alevines del Barça. Y aún mejor que algunos futbolistas de los que hayan vestido esa camiseta durante un lustro entero, o más, pero sin llegar a saber de qué va la vieja oración del Encara patirem. Y, por supuesto, conocemos mejor al Barça que aquellas salvaguardas de las esencias burguesas y renovadores de la fe nuñista que llegaron al club por aclamación y solo dejaron, a su paso, un rastro oscuro de arrogancia, incompetencia, lodo, polvo y cenizas, muchas cenizas. Su adiós. Eso sí que, a estas alturas, calculo, ya se podría celebrar.
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