El atentado terrorista de este miércoles en Kermán (Irán) no sólo ha causado una matanza injustificable, sino que se trata de un golpe de gran simbolismo. De entrada, se produce en medio de una creciente tensión en Oriente Próximo por la guerra de Gaza, en la que Israel acusa a Irán de apoyar a Hamás. Además, el lugar y fecha elegidos, la tumba del general Qasem Soleimani en el aniversario de su asesinato, envía un claro mensaje a Teherán de que alguien quiere pagarle con su misma moneda.
Como jefe de la fuerza expedicionaria de la Guardia Revolucionaria, Qasem Soleimani, fue hasta que EE UU lo mató en Bagdad en 2020, el responsable de las operaciones iraníes en el exterior. A él se atribuye el desarrollo y coordinación de la red de milicias afines a la República Islámica en los países vecinos, espina dorsal del llamado Eje de la Resistencia (frente a Estados Unidos y Occidente, en general). De ahí que su tumba se haya convertido en un lugar de peregrinación para quienes apoyan ese eje.
El Gobierno iraní enseguida ha identificado como “terroristas” las dos explosiones que causaron un centenar de muertos y decenas de heridos. Sin embargo, no ha acusado de inmediato a ningún grupo ni país. Tampoco ninguna organización se ha responsabilizado del ataque, el más mortífero que ha sufrido la República Islámica (el anterior fue un doble atentado suicida contra una procesión en Chabahar en 2010 que causó 39 muertos).
Algún cargo provincial ha apuntado directamente a Israel, enemigo jurado de Irán y que ha estado implicado en varios asesinatos contra científicos y militares vinculados con su programa nuclear. Pero aunque ambos países se encuentran enfrentados a través de las milicias chiíes que Irán apoya en la región, el modus operandi del ataque de Kermán no encaja con el proceder habitual de Israel. Hasta ahora, sus acciones dentro de la República Islámica se han centrado en objetivos seleccionados por su alto valor militar; no hay precedentes de un ataque generalizado sobre civiles.
De hecho, aunque Israel rara vez comenta sus operaciones, se sospecha que está detrás del bombardeo que el martes mató al número dos del buró político de Hamás, Saleh al Aruri, en Beirut, con un número de víctimas limitado a pesar de encontrarse en un barrio densamente poblado.
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Aunque Irán siempre se ha jactado de su seguridad, hace años que sufre una insurgencia de baja intensidad en las regiones kurdas, baluches y árabes. Esas minorías, que se quejan de discriminación en la educación, el acceso a los cargos públicos y las infraestructuras, son en su mayoría de credo suní frente al islam chíi que profesa el 90% de los iraníes y que es la religión del Estado. Muchos de los ataques tienen por objetivo las fuerzas del orden (como el de Rask el pasado diciembre) y/o santuarios chiíes (como el de Shiraz en agosto).
Tal desafección parece haber servido de caladero para los yihadistas del autodenominado Estado Islámico (ISIS) que en junio de 2017 llevaron a cabo un doble atentado contra el Parlamento y el Mausoleo de Jomeini, que dejó 17 muertos. Al año siguiente, el mismo grupo se responsabilizó del tiroteo contra un desfile militar en Ahvaz, que mató a decenas de personas, incluidos miembros de la Guardia Revolucionaria.
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