domingo, mayo 19

Teletrabajo: ¿Cómo de grande es su triángulo? | Negocios

Maravillas Delgado

El verano pasado, me invitaron a una boda en Mallorca, donde me senté junto a una persona muy interesante. Tras una breve presentación, me preguntó: “¿Cómo de grande es tu triángulo?”. Al principio me puse un poco a la defensiva, pensando que estaba cuestionando el tamaño de mi ego. Pero no podía estar más equivocado. De hecho, se trataba de una famosa psicóloga de Nueva York y su pregunta trataba sobre la distancia que recorremos diariamente entre nuestro trabajo, nuestra casa y nuestros lugares de ocio. Tres espacios que componen los vértices del triángulo.

El esquema es muy sencillo: nuestra casa, arriba; el trabajo, a la derecha, y los sitios de ocio, a la izquierda. Por ejemplo, si vives a 10 minutos del trabajo y a 15 de tu restaurante favorito, estás más cerca de la felicidad que una persona que vive a 45 minutos del trabajo y a 30 de su restaurante favorito. Cuanto más pequeño sea el triángulo, más feliz eres. Así de fácil.

Esta simple ecuación de espacio y tiempo, que tiene todo el sentido del mundo, hace que me cuestione el encaje del teletrabajo. Si eliminamos el tiempo de desplazamiento, podríamos pensar que estamos minimizando el triángulo y, en consecuencia, maximizando nuestra felicidad. Sin embargo, la belleza de esta teoría consiste en que los tres polos de nuestra vida (casa, trabajo y ocio) tienen que estar próximos, sí, pero también tienen que ser distintos. Por lo tanto, el teletrabajo colapsaría el triángulo.

Estudios recientes demuestran que, para el 50% de las personas que teletrabajan, lo peor es el sentimiento de soledad. En mi caso, durante el confinamiento de la covid, lo que más eché de menos en el trabajo fue interactuar con mi equipo. Al pasar más tiempo en la oficina que en casa, mis compañeros se habían convertido en mi familia extensa. La realidad es que somos animales sociales y, si intentamos estrechar el triángulo mediante el teletrabajo, nos enfrentaremos a una pandemia muy distinta: la soledad. En esta nueva realidad, los límites de la pantalla se han convertido en los límites del mundo. Pensándolo bien, el teletrabajo puede llegar a tener los mismos efectos perniciosos que las redes sociales: eludimos el contacto físico, miramos fotos retocadas de personas con sobredosis de felicidad y vivimos la ilusión de estar cerca de nuestros amigos. Todo ello, mientras los porcentajes de depresión se disparan entre los adolescentes.

En los últimos 20 años, la búsqueda de beneficios a cualquier precio ha llevado al mundo empresarial a transformar las oficinas en latas de sardinas. Una tendencia que comienza a revertirse, gracias a compañías que buscan atraer a los empleados a sus lugares de trabajo. Para ello, ofrecen espacios que se aproximan estética y conceptualmente a un segundo hogar. Porque, aunque el teletrabajo supone un gran logro en términos de flexibilidad y conciliación, nunca podrá reemplazar por completo la interacción en persona. Es más, si eliminamos el trabajo presencial, estaremos destruyendo un factor de socialización irremplazable en nuestra vida cotidiana.

Hace 10 años, en la película Her, Joaquin Phoenix se enamoraba de una inteligencia artificial. Hoy, cientos de miles de japoneses comparten a la misma novia digital, una tal Manaka. Al mismo tiempo, más de un millón de jóvenes son hikikomori, personas enclaustradas que nunca salen de casa. Trabajan, duermen, comen y se relacionan en una habitación donde solo están ellos. El problema es tan grande que han tenido que crear un Ministerio de la Soledad, pero no es un asunto tan distante: en el Reino Unido, una institución similar abrió sus puertas en 2018 y, en España, los jóvenes son los que más solos se sienten y los que corren un mayor riesgo de depresión.

Quizás todo empezó hace 30 años con el Tamagotchi, también en Japón. Primero una mascota virtual y, progresivamente, todo lo demás. Cada vez más aspectos de nuestra vida están digitalizándose a un ritmo exponencial, transformando nuestra realidad ­real en una realidad virtual. Si no recobramos el pulso que da sentido a nuestro lugar en la sociedad, tarde o temprano, terminaremos todos convertidos en hikikomoris.

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