“Vai Alfonsina!”, le grita Costante Girardengo, y la voz de ánimo del primer campionissimo de la historia del ciclismo acalla todas las dudas en su cabeza y todos los insultos, todos los ¡vacaburra!, ¡marimacho!, ¡virago!, que la ensordecen, voceados desde las cunetas aquella mañana de niebla que el sol derrota, 4 de noviembre de 1917 en Milán. Comienza así el Giro de Lombardía, una de las grandes clásicas del calendario, y una mujer, Alfonsina Strada, de 26 años, compite de igual a igual con los mejores ciclistas del momento. Pelo cortado a mordiscos, tantos trasquilones con las tijeras, como a los niños pobres, jersey negro, culotte negro. Es la primera vez que ocurre, que una mujer compita con hombres. Y sus rivales en la carrera, ganadores de Tours como Thijs y Pélissier, ganadores de Giros, como Girardengo y Belloni, otros grandes, como Everardo Pavesi, que le lanza un sprint en un repecho, y todos, que conocen su historia, su lucha, la acogen como hermanos. Son 200 kilómetros. Más de siete horas. Parten 54. Terminan 29. Alfonsina llega la última, pero llega.
“Eres una de los nuestros”, le dice Girardengo, que, como canta Di Gregori, corría por rabia y por amor, y por rabia y por amor corría también Alfonsina, y también por el deseo irrefrenable de huir de la nada y la tristeza, de alcanzar la luna dando pedales.
Pedaleando bajo la luna llena, a escondidas, a los 13 años, en la bicicleta de su padre, pobre jornalero del campo, Alfonsina había descubierto el valor liberador de la desobediencia en la Italia pobrísima de principios del siglo XX, una infancia en Fossamarcia, a las afueras de Bolonia, en una chabola junto a una laguna de mosquitos y una huerta de coles que cuando las cocían inundaban de su olor todo el paraje, dos camastros para ocho hermanos, y más niños aún, enfermos de tisis y malnutridos, que su madre, Virginia, recibía del asilo para amamantarlos, nodriza, y la mayoría morían. “Voy a misa”, decía los domingos por la mañana, antes de coger la bici y volar aun a costa de recibir palizas cuando se descubría la mentira.
Su vida la escribe la novelista Simona Baldelli, Alfonsina y la strada (Alfonsina y la carretera). Su vida atraviesa la primera mitad del siglo XX, la Primera Guerra Mundial, el fascismo de Mussolini, la Segunda Gran Guerra.
Se llamaba aún Alfonsina Morini. Con la bici descubre que las fronteras de su vida no son la miseria y la desesperanza, que hay mundo, y se lanza desinhibida a descubrirlo. La llaman la Loca, El Diablo con faldas. Trabaja de modista y con la bici busca clientas y traslada los encargos los domingos. Pero quiere más. Quiere ser ciclista. Las convenciones sociales, el horror de tener una hija deportista, el qué dirán, puede más que el amor de Virginia. “O te vas de casa o dejas de correr”, le dice su madre una mañana de 1905. “Para escaparte tendrás que hacer lo que hicimos todas, cásate”. Alfonsina no se casa, pero encuentra a Luigi Strada, un herrero soñador y sensible, y con él se va a Milán. Tiene 14 años. Él tiene 17. Le regala una bici de carreras. Ella cambia su apellido. Ya es Alfonsina Strada. Viven juntos y solo 10 años después se casan. Él es su mecánico. Su entrenador. Ella es feliz. Viaja y compite. Bate el récord de la hora. Es ya la Reina de las Bielas. Compite en Francia y en Rusia. La condecora la zarina Alejandra en el Palacio de Invierno de San Petersburgo. En París actúa en circos.
La bicicleta fue la gran herramienta de la liberación de la mujer trabajadora a comienzos de siglo, escriben sociólogos e historiadores de las dos ruedas. Alfonsina quizás lo sepa, pero sí sabe segura que es la herramienta de su liberación, del conocimiento, de la aventura. La máquina que la empuja siempre a buscar sus límites más allá. A preguntarse por qué no podría competir con los hombres. Convence a los responsables de la Gazzetta dello Sport, los organizadores de la carrera, para que le dejen correr el Giro de Lombardía: “El reglamento dice que es una carrera reservada a ciclistas. No dice de qué género”. Corre en 1917, una semana después de la gran derrota italiana en la batalla de Caporetto, decenas de miles de soldados muertos en la frontera con el Imperio Austrohúngaro, y en 1918. También lo termina, y ya no es la última. Después, nuevamente la miseria. La pobreza. Luigi, ya su marido, enloquece y debe ingresarlo en un psiquiátrico. El regreso a Fossamarcia. El trabajo de modista de nuevo. Mientras en Italia avanza el fascismo, la rebelión de Alfonsina, que en 1923 se planta de nuevo en las oficinas de La Gazzetta y propone correr el Giro de Italia de 1924.
“Puede que no sea muy estético y bonito una mujer montando en bicicleta”, les dice Alfonsina, que ya tiene 33 años. “Pero tengo un marido en el manicomio al que tengo que ayudar y una niña pequeña en el colegio que me cuesta 10 liras al día. ¿Qué voy a hacer yo, ponerme de puta?”
Más que su argumento conmovedor, a los organizadores les convence el aspecto publicitario. Los grandes campeones –Girardengo, Belloni, Brunero, Binda, Bottecchia—han renunciado al Giro porque consideran muy escasa la recompensa económica. Sin cracks, el Giro corre el riesgo de ser un desastre. La participación de una mujer puede salvarlo. Lo promete: “A falta de figuras, yo seré la atracción”.
Lo cumple. A las 4 de la mañana, del 10 de mayo de 1924, el pelo pulcramente recortado que entonces llevaba el vejatorio apodo de corte de pelo de bebé, camiseta negra y pantalones cortos negros, el número 72 a la espalda, y un morral al hombro con un cuarto de pollo, un filete, dos bocadillos de jamón y dos de mermelada, tres huevos crudos, dos plátanos, dos manzanas, una naranja, unas galletas y una tableta de chocolate, Alfonsina Strada es una mujer en un pelotón de 107 hombres que espera en Porta Ticinese de Milán el disparo de salida de la primera del 12º Giro de Italia. Destino Génova. En la lista de dorsales que publica La Gazzetta figura como Alfonsin, y como Alfonso en Il Corriere. No quieren crear escándalo antes de tiempo. Pero es ella, la Reina de las Bielas, de Fossamarcia (Emilia), la que parte en la oscuridad. Luna en cuarto creciente. Les esperan 3.613 kilómetros en 12 etapas, 300 kilómetros más que el Giro de un siglo después, la mitad de etapas. Su longitud varía entre 230 y 415 kilómetros por carreteras que son caminos, de 10 a 18 horas diarias en bicicletas de 20 kilos, y un día descanso entre medias.
Alfonsina aguanta. Termina las etapas, siempre retrasada respecto del primero, pero siempre por delante de algunos hombres, hasta que en la octava, 296 kilómetros entre L’Aquila y Perugia, a través de los Abruzos y los Apeninos bajo un diluvio, la más dura, cae dos veces, pincha, rompe el cuadro, que arregla con un palo de escoba, y rompe una rueda. Llega fuera de control. Queda oficialmente eliminada, pero todo el pelotón ruega por ella, que continúe, piden al organizador. El organizador no solo cede, sino que decide pagarle el alojamiento, la asistencia y la manutención aunque corra fuera de concurso. Es, como así sabían, la gran atracción, la razón del aumento de ventas de La Gazzetta durante un Giro que gana Giuseppe Enrici, italiano nacido en Pittsburgh, cuyas venturas importan al público menos que las desventuras de Alfonsina Strada, a quien espera en meta la muchedumbre para aclamarla. Terminan la carrera 30 hombres, y Alfonsina. Nunca más la permitieron volver a apuntarse al Giro.
Mussolini, en el poder desde 1922, quiere distinguirla, pero ella nunca acudió a recibir el honor. Recorrió toda Italia y media Europa actuando en circos, en teatros, aceptando desafíos. También compite en serio. Bate el récord de la hora en Longchamps, 35,280 kilómetros. Enviuda de Luigi en 1950 y vuelve a casarse, abre una tienda de bicicletas y un taller, y vuelve a enviudar. Tiene 60 años. Sigue desplazándose en bicicleta, pero se compra una moto roja, una Guzzi de 500cc, para viajes largos, para disfrutar como espectadora de las carreras. El domingo 13 de septiembre de 1959, viaja con su Guzzi a Varese para disfrutar de la Tres Valles Varesinos. Regresa a Milán ya de noche. Cuando intenta llevar la moto al garaje, esta no arranca. Incapaz siempre de rendirse, Alfonsina pisa una y otra vez el pedal de arranque. El motor se niega a encenderse. También su corazón decide pararse. Alfonsina se desploma sobre su moto, muerta. Tenía 68 años. Había llegado a la Luna pedaleando, y más allá.
Puedes seguir a EL PAÍS Deportes en Facebook y X, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_